Divagación, desvíos y emplazamiento en las escritura(s) del deseo
Una erótica que adolece
A la adolescente que fui
Cartografías errantes es un proyecto personal que surge de mi interés por escribir acerca del discurso erótico-amoroso.
Escribir desde mi voz, atravesada por todas las voces que la habitan, por todas las preguntas que encarno y por aquellas que aún esperan a ser formuladas.
Siempre he pensado que todo proyecto personal es un descubrirse a sí mismo por medio de la búsqueda de otra cosa.
Siempre he buscado amar, soy una enamorada, no conozco otra relación con los objetos que me rodean que desearlos. Amo amar, amo desear(los).
Deseo el escenario que eso conlleva, deseo fragmentado y deseo del conjunto y en conjunto: una sonrisa, un ojo izquierdo, un torso, aureolas, sábanas, higos, chocolates, labios, Gainsbourg, L´Hotel particulier.
Amo la cama empapada a sudor, fluidos y chocolate. Lo amo, no siempre, también a ratos, pero lo amo, nadie dijo que tenía que ser consecuente con mis dichos.
Como buena enamorada, siempre intento aferrarme a algo o alguien a quien amar, y siempre termino quedando con una amarga sensación de desamparo o desarraigo.
Mientras se desvanecen los amantes, los objetos y las ideas, descubro que más que encontrar a otro en este intento, encuentro algo de mi misma. Atravesar mi propia fragilidad puede llegar a ser un afrodisíaco.
Habitar la ciudad y el cuerpo: mi adolescencia
Fui adolescente en los noventa, inquieta por saber qué era eso de perder la virginidad. Como si ésta fuera la única pérdida que el sexo me ofrecería.
Recuerdo al mismo tiempo, un leve temor. Tenía temor por el cuerpo, no imaginaba mi cuerpo y su infinita capacidad de sentir placer.
Me tocaba compulsivamente, pero no experimentaba placer. No sabía en que se diferenciaba el placer de tocarse del placer que da rascar la piel que pica, que irrita.
Me sucedía otra cosa distinta con el dolor, podía imaginarlo. Me preguntaba si la penetración dolería…o si la desilusión dolería. Sentí muchas veces el temor a no ser suficientemente buena haciéndolo en la cama.
Si bien mis tetas y mi culo eran turgentes, eran pequeños y eso a veces me incomodaba.
Hoy a mis casi cuarenta años comprendo que toda tarea del adolescente consiste en lidiar con ese cuerpo que incomoda: siempre hay algo de más o de menos, nunca es suficiente.
El sexo para mi siempre significó algo voluptuoso, quizás porque a mi me gustaban las mujeres voluptuosas. Aun cuando esto fuera cierto, creo que lo que llamaba “mi gusto“ obedecía a la oscura perversión que ejerce toda ideología capitalista, la de dominar nuestros anhelos de identificación, nuestros yo ideales.
Por suerte pronto supe que había algo más que la erótica de la perfección y la voluptuosidad norteamericana.
El cine de autor siempre exhibía la voluptuosidad en el cuerpo deforme, o lo irresistible de un cuerpo lánguido. Las azuladas ojeras podían ser perfectamente seductoras.
Siempre me sentí fuertemente atraída por esa estética, pagando el precio de toda subversión a la estética predominante “ser un poco extraña”.
Mi dispersión por descifrar el enigma del sexo me llevaba a modular mi angustia con un incesante pensamiento de otras cosas.
Mi mamá me quería, no puedo decir lo contrario. Sin embargo, en materia sexual era heredera de un catolicismo lacerante por la que muchas mujeres portaron el clásico slogan de “llegar virgen al matrimonio”. Partiendo de esa base, uno después entiende que no toda buena madre, ni todo buen querer es necesariamente sano.
Los discursos del miedo sumado al de mantener una buena reputación eran parte de una lógica adultocéntrica y heteronormativa.
Mi distracción y ensoñación diurna me ayudaron mucho a escapar de estos mandatos. Escuchar a medias se constituyó un verdadero acto subversivo.
El discurso del miedo aplicaba tanto sobre lo enunciable como lo visible. Circulaba la creencia que mientras menos sexo uno viera, mayor era el control sobre el propio cuerpo, lo que ciertamente no era muy efectivo.
El propio cuerpo pasó a ser un lugar (in)mundo o (in)propio.
El cuerpo que yo habitaba cada vez más era menos mío. Más que aprender a habitarlo, aprendí a limitarlo. El cuerpo enfermo o el cuerpo abusado constituyeron etiquetas para controlar su movimiento.
Enunciar y visibilizar lo sexual en el espacio público era imposible, sino fuera desde el simulacro higienista.
Lo más explícitamente sexual que vi fue para un trabajo de investigación en el colegio sobre VIH. Yo y una amiga revisamos unos folletos con “orientaciones a los homosexuales para un sexo seguro”. Leí sobre el llamado beso negro. Me pareció honesto y directo.
Constaté que los homosexuales sentían un placer que le era privado a la heterosexualidad. Desde este lugar dominante, el placer por el mismo sexo se nos presentaba velado por el contagio y por el peligro.
Aún así me parecía más atractivo este folleto del beso negro. Diferente del falso talante científico de la educación sexual hetero. Una educación muy aburrida que siempre subestimaba a sus lectores imponiéndoles el cliché del embarazo y del matrimonio. El cambio más progresivo que experimentó fue pasar del discurso católico al discurso de la anticoncepción, del Dios cristiano al dios de la ciencia. Cuando a más de alguna nos interesaba el beso con lengua en el culo y la felación. O por lo menos palabras textura, o palabras aroma para nombrar su existencia.
No recuerdo haber hablado de eso con mis amigas. Creo que tenía dos grupos de amigas, las que hablaban de sexo con amor, siendo el placer un eufemismo; también estaban aquellas que hablaban con un lenguaje claro y tajante ¿Le tocaste el pene? ¿Estaba duro? ¿Cuánto medía? Vigilancia y métricas. Me parece que era otra forma de internalizar un discurso patriarcal.
En ese entonces, yo no sabía en cual de éstas categorías encajaba, si pertenecía a todas o a ninguna. De niña un tema recurrente fue el querer encontrar un lugar al que pertenecer, y esa falta de pertenencia aún la siento en estos día. Siempre me he sentido extranjera.
Con padres sobre protectores, todo movimiento era un riesgo. A pesar de esto, me las arreglé para vivir mi libertad desde una imaginación inquieta, asediada más por el deseo de saber que por el hacer. Más allá de una exégesis al saber, hoy puedo suponer, que esta inquietud inicial se movilizó por mí no saber. El sexo, el mío y el otro sexo era un enigma que mi imaginación podía jugar a colmar.
Mi imaginación me ofrecía distintos lugares de pertenencia, un cuerpo sobreestimulado y una postergación infinita, errante y equívoca.
Sobre la Errancia
Recuerdo cuando caminaba por las calles de Mac Iver en Santiago Centro, donde a plena luz del día, uno podía ver los vidrios opacados de los café con piernas, o las luces de colores de los cabaret en la misma cuadra.
En la esquina estaba la cafetería que exhibía diferentes tortas en sus vitrinas, y en cuyo interior se divisaban a las mujeres que se juntaban a la clásica hora del té.
Las fotos en la entrada del cabaret y las tipografías que acompañaban la invitación a los espectáculos se mezclaban con el aroma a grano del “Café Colonia” y el pan crujiente de la sanguchería “El Completo”.
Todos estos personajes tampoco eran los mismos. La mujer y sus amigas de la hora del té no eran la misma mujer cajera de la sangucheria, ni menos la mujer de nombre exótico del nightclub. Por más que todas se vieran tentadas a forzar su naturaleza a ser rubias.
Los hombres oficinistas, cruzaban la calle, pareciera ser que estos personajes fueran más fáciles de clasificar, se dividían en los que llevaban trajes de los que no.
Ahora que lo escribo, me doy cuenta que es muy probable que no miraba tanto a los hombres, como si lo hacía con las mujeres.
Inconscientemente me sentía más segura mirándolas con la certeza que ellas no pensarían que quería intimar con ellas.
Esto no era así con los hombres. Con ellos siempre la mirada de reojo nunca a los ojos directamente.
En la cuadra siguiente, aparecía de pronto el cine que exhibía porno: las letras blancas de Garganta Profunda sobre el fondo negro. Y una que otra fotografía más pequeña de la película.
Siempre quise saber quién entraba a ver este tipo de películas. Proyectaba en ellos mi propia culpa y el deseo de anonimato: quienes iban no querían ser mirados entrando a ver porno.
En la calle peatonal perpendicular a esa cuadra, estaba el otro cine, ese que anunciaba algún estreno, como el de las Tortugas Ninja.
Una larga fila de niños esperando poder comprar su entrada en la boletería. En general esto ocurría los miércoles de mitad de precio. A las afuera del cine el comercio callejero. Lo que se ahorraban en la entrada, se lo gastaban ahí comprando cualquier cosa.
Todo ese mundo estaba ahí, mientras yo transitaba a lo largo de la calle con la excusa de que en la última parada podría esperar la micro que me llevaría de regreso a casa. La excusa era perfecta para disfrutar de ese vagabundeo.
¿Qué había entre ese mundo supuestamente “normal” de la ciudad y los desvíos que se imponían a la vuelta de la esquina?
¿En qué momento la calle se transformaba en los territorios del porno donde convivían y se tensionaban mis propios fantasmas de ser una puta, y la avidez consumista de un grupo de niños?
Mientras la ciudad ofertaba todos los goces en la misma dirección. La culpa o el miedo a ser visible para los ojos de los otros transeúntes volvía ciertos espacios inhabitables. Así sus vitrinas y mi abundante imaginario eran una forma para recuperarlos.
Muchas veces me imaginé fotografiada en los carteles de alguno de esos bares mientras caminaba sin que nada me apurara. Creaba toda una serie de elucubraciones para resolver una gran incógnita: qué empezaba a ocurrir ahí después de las seis de la tarde. En ese espacio público en que sólo los hombres parecían con derecho de caminar seguros.
Una flâneur disfrazada de hombre
*
Muchas veces fantasié con el hecho de bajar esas escaleras de alfombra y esas murallas acolchonadas rojas al subterráneo impregnado del humo de cigarro. En este pensamiento recurrente me veía subiendo al escenario con solo unas lentejuelas tapando cada orificio de mi cuerpo. Haciendo mi performance en un antro repleto de viejos feos y borrachos, pero embobados por mi bella indiferencia.
Esta ensoñación diurna se terminaba con mi caminata diurna. Mis padres me tenían prohibido salir de noche. Por lo que pronto el reloj que anunciaba mi horario de término acababa con ese disfrute que otorga el retraimiento.
Algo era paradójico en este tipo de control parental, si bien no podía salir de noche tenía libertad para salir en el día al más clásico Belle de Jour.
Cine y literatura fueron mi principal aliado de las tardes de fin de semana y una buena excusa para hacer a la salida del colegio: la función de las seis de la tarde. Porque yo estaba autorizada para ir al cine, las prohibiciones eran para las fiestas.
La gran mayoría de las veces iba sola, a veces con una compañera o un enamorado. Pero iba siempre, el cine se volvió parte de mi ritual y mi forma de habitar la ciudad. Mínimo dos películas a la semana.
Me gustaba la estética de la nouvelle vague, me era más parecida a las calles por las que deambulaba. A veces tan solo era un fotograma, ni siquiera la trama. Era tan solo ver un fragmento para revivir un momento pasado. El cine también era la posibilidad de hacer memoria.
Terciopelo azul y los nightclub de Santiago Centro compartían los mismos fotogramas, ese mismo encuentro con lo bizarro lynchiano.
Incluso los espacios de los cines que exhibían cine independiente o de autor eran en sí mismos lugares que conservaban esa estética de teatro antiguo, en que el telón rojo, el piso de alfombra y los asientos revestidos de un tapiz decolorado por tanto uso, lo envolvían a uno a pensar en cuánta gente se masturbaba cuando las luces se apagaban. O por lo menos yo, más de alguna vez medité sobre eso.
Debo haber susurrado esta idea a alguna amiga al iniciar la película, precipitándose en ella alguna carcajada. Porque algo que sabemos hacer las adolescentes es reírnos a carcajadas, hasta que un adulto incómodo nos dice un fuerte shhhhhh para que nos callemos.
En mis noventa no tuve acceso a internet. escuchaba cassettes así que cuando llegó el CD pude disfrutar de la música y de las enciclopedias digitales. Disfrutaba buscando palabras que sabía que no iban a estar , cómo las llamadas “palabras sucias”.
El CD de la famosa enciclopedia Encarta, me permitió por un tiempo disfrutar de escuchar la voz de una mujer declamando el triunfal himno erótico de Molly “and then I asked him with my eyes to ask again yes then he asked me would I yes to say yes my mountain flower and first I put my arms around him yes and drew him down to me so he could feel my breast all perfume yes and his heart was going like mad and yes I said yes I will Yes”. Compré el Ulises solo para leer eso.
Pronto supe que disfrazar el sexo de lecturas, resultaba una buena estrategia para sentirme invisibilizada. Las ropas de la intelectualización me otorgaban anonimato y cierta licencia para moverme.
De esta forma tranquilizaba el temor de mis padres a que me desviara del buen camino y me volviera una mujer callejera. Era evidente pues veían como disfrutaba de callejear. Siempre pedía permiso para ir a dar una vuelta a lo que respondían “las vueltas son las que dejan”.
Es probable que me convirtiera en una flâneur antes de saber que lo era, cuando vagaba por las calles que rodeaban mi escuela, situada en un Santiago marginado y yo al margen de todo eso.
**
Desde mis ojos adolescentes cultivé una gran pasión por lo sexual. Henry Miller fue mi autor favorito. Mi padre orgulloso de mi pasión por la lectura me buscaba los libros que eran muy difíciles de conseguir en ese entonces. Estaban unas cuantas librerías dispersas por el centro y toda la calle San Diego con quioscos donde se buscaban las impresiones de segunda mano.
Los vendedores siempre interpelaban a mi padre ¿Por qué le compra a su hija ese autor pornográfico? Muchas veces se lo preguntaban delante mío. Él me lo compraba y me decía imitando un tono de voz reprobatorio “viste Andrea, te lo dije“, luego se dirigía al vendedor para decirle “yo le digo lo mismo”.
Siempre fui cómplice de esa actuación un tanto evidente, aunque también ensoñé muchas veces, que mi padre les respondía que a él le gustaba que yo leyera esos libros. Eso no ocurrió.
Y era verdad, le gustaba que yo leyera, pero no le gustaba lo que yo leía.
A pesar de eso, siempre supo que esa experiencia no la podía prohibir y que en cierta medida él la tenía que satisfacer. Finalmente si algo no podía detener era un pensamiento, ni menos la interrogacion erótica: los pensamientos necesitan ser elaborados, la coerción externa solo los vuelve más fuertes, más rumiantes. Con esa maxima era obvio que podía leer literatura erótica. Mi mamá nada de esto sabía.
Fue con Henry Miller que aprendí a desear, pero no desde las mujeres. Aprendí a desear como un hombre, desear a las otras mujeres, desear como otra mujer. O desear como un hombre cree que desea la mujer.
“Haber nacido mujer es una horrible tragedia” escribió Syvia Plath en su diario a los diecinueve años, y así también lo viví yo gran parte de mi adolescencia.
Quise ser hombre para caminar en la noche sin temor. También quise ser hombre para tener sexo sin ser juzgada socialmente.
Las mujeres me parecían amables, objetos deseables, pero no amantes. Yo quería amar como un hombre. Quería seducir cómo lo hace un hombre, a su tiempo.
Citando a Plath “Si, mi deseo incontenible de mezclarme con transportistas, marineros y soldados, vecinos- de ser parte de una escena, anónima, escuchando, grabando-, todo ello es arruinado por el hecho de que soy una chica, una fémina siempre en peligro de ser asaltada y agredida”.
Yo al igual que ella quería ser un hombre, pero no porque los deseara, sino que porque quería descubrir el desear sin quedar inmovilizada como objeto de deseo. No me gustaba tener que ser para otros un objeto sexualizado o un objeto de protección o un sujeto en riesgo.
Para Plath su interés incontenible por los hombres y sus vidas fue confundido como un deseo de seducirlos, o una invitación a tener intimidad.
Las mujeres siempre hemos sido el malentendido estructural de la lógica de ordenamiento sexual.
Lo que buscaba Plath era hablar, con todo el mundo profundamente, “ser capaz de dormir en un campo abierto, viajar hacia el oeste, caminar libremente de noche”.
El deseo a un caminar libre no es menor si pensamos que caminar en el espacio público por sobre la media noche fue una actividad prohibida para las mujeres hasta bien entrado el siglo XX. Solo disfrazándose de hombres podían realizar un acto solo permitido para ellos.
La mujer por tanto solo pudo caminar sin rumbo o disfrutar del sexo disfrazada de hombre, ocupando la posición del engaño.
***
Hoy esos disfraces persisten. Trabajo en un mundo académico colonizado por hombres, el espacio universitario mucho tiempo fue posible habitarlo si se pretendía ser un hombre más. El saber muchas veces se escribió en códigos masculinos, por ellos y para ellos.
Hoy me planteo más que la necesidad de crear nuevos disfraces, la necesidad de cartografiar nuevos emplazamientos que permitan reescribir el deseo en nombre propio.
Al respecto, este ejercicio de escritura necesita realizar algunas precisiones sobre el lugar del sexo, deseo y erotismo, puesto que no se trata de lo mismo.
Marguerite Duras lo planteaba así
“No es tener sexo lo que cuenta, sino tener deseo. Hay demasiada gente que tiene sexo sin deseo. Todas esas mujeres escritoras hablan tan mal del tema, cuando es un mundo que a una le cae encima. Yo he sabido desde niña que el universo de la sexualidad era fabuloso, enorme. Y mi vida no ha hecho sino confirmarlo.
Me interesa lo que se encuentra en el origen del erotismo, el deseo. Lo que no se puede, y quizás no se debe, apaciguar con el sexo. El deseo es una actividad latente y en eso se parece a la escritura: se desea como se escribe, siempre.”
El deseo se encuentra en el origen del erotismo. Por lo tanto, escribir este blog es dar una vuelta por el lugar de mi escritura. Una escritura que desee, que incite y no solo que muestre o domine.
Cartografías Errantes va dedicado a esa adolescente que fui, llena de preguntas, llena de temores. Han pasado más de veinte años de todo eso, hoy nuestra sociedad está más hipersexualizada que nunca. No obstante, asistimos a una innegable paradoja: hoy la gente desea menos.
Erotismo una interrogación al malestar de nuestra época: sociedad hipersexualizada y con menos deseo. *
Se dice que uno de los estudios más completos en este ámbito fue publicado en la revista Archives of Sexual Behavior, tomando datos de 26.707 personas encuestadas por la General Social Survey.
Según esa investigación, entre los años 1995-1999, los adultos informaron haber tenido relaciones sexuales aproximadamente 62 veces al año, en comparación con 54 veces al año en el lustro 2010-2014. Una diferencia de ocho encuentros sexuales menos por año (disminución de 13% en 15 años).
Ryne Sherman, uno de los autores de este estudio, señaló que la frecuencia sexual disminuye lentamente después de los 25 años a una tasa de alrededor de 1,2 encuentros sexuales al año.
En pocas palabras, tenemos menos sexo. O por otra que los encuentros han cambiado de naturaleza ¿Nuevas formas de escribir el erotismo?¿El deseo?¿Un híper consumo pornográfico?
No es que todas estas estadísticas me llevarán a querer escribir este blog. Es innegable no verlas con asombro. Trabajo en un mundo en que para hablar se necesita el dato, la evidencia empírica, pero ¿Qué nos dicen esos datos? O ¿Cómo se interpretan desde mi cotidianidad?
Visito redes sociales, veo instagram, y observo siempre las mismas lógicas de seducción y las mismas vitrinas, constato una homogeneidad que me parece poco erótica, poco deseante.
No puedo dejar de inquietarme por la pérdida del deseo sexual en esta sociedad en que predomina la belleza homogénea, en que predomina las lógicas del rendimiento, en una sociedad cansada y estresada.
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Este blog es una invitación a callejear sin rumbo, a vivir la experiencia erótica desde otros puntos cardinales, a instalar preguntas en cada esquina, para incomodarnos, movilizarnos y de paso salir del letargo del olvido.
Invitación a atravesar el deseo permitiéndonos ir en busca del otro aunque finalmente solo quedemos desamparados. Es necesario hoy una apertura a la alteridad, no hay erotismo sino hay un otro.
Es una invitación a (re) escribir el erotismo, desde el deseo de ser visible e invisible al mismo tiempo.
En este blog no hay receta sino un cúmulo de objetos que hoy me permiten pensar y recuperar el cuerpo anestesiado en sus fragmentos: cine, música, literatura, filosofía, psicoanalisis, aromas.
Se trata de invitarlos a investir los cuerpos de enigma más que solo exponer su desnudez a un voyeur cuya única voz es la de consumirnos con un like o con la ausencia de ellos, anulando ,de este modo, toda posibilidad de deseo.
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