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¿Cómo aferrarse a la vida y realizar algo vital cuando uno está indiferente al mundo?

Actualizado: 5 abr 2021


¿Cómo aferrarse a la vida y realizar algo vital cuando uno está indiferente al mundo? Esta pregunta es clave para plantearnos la relación del erotismo con la muerte y para entender cómo la constitución de nuestro psiquismo no puede concebirse por fuera de este conflicto entre Eros y Thanatos.


La relación entre amante y objeto amado parte en un inicio con el arrobamiento. La misma existencia del objeto amado comporta en el amante un rapto, un fuera de sí. El amante apuntala su energía vital en el objeto amado y la pérdida de éste le implica un vaciamiento del mundo.


Amor, pérdida, memoria, indiferencia, desasosiego, afirmación de sí, son aspectos propios del duelo, y son abordados por la película Bleu (1993), que es la primera de la Trilogía de Kieslowski, dos años después de su película La Doble vida de Verónica.


Bleu, relata la historia del duelo de Julie, interpretada por Juliette Binoche, tras perder a su hija Anna de cinco años y a su marido Patrice de Courzy, un aclamado compositor, en un fatal accidente automovilístico al que ella a duras penas sobrevive. Luego del accidente se entera de que Patrice tenía una amante, Sandrine, quien ahora está esperando un hijo de él.


Agobiada por el impacto de la pérdida de su marido e hija, Julie intenta desligarse de todos sus lazos anteriores y comienza una nueva vida. Se muda a un área de París donde cree que nadie podrá encontrarla. Olivier, el colaborador de su marido, enamorado en secreto de ella, la encuentra y le pide que finalice la partitura inconclusa que le habían asignado a Patrice.


A Patrice, le habían asignado la composición de un nuevo Himno Europeo, el “Concierto para la unificación de Europa”, destinado a estrenarse, en uno de los actos conmemorativos del Tratado de Maastricht de 1992, con la interpretación exclusiva de 12 orquestas sinfónicas de cada uno de los 12 componentes de la Unión Europea.


Tras la petición de Olivier, Julie se niega. Transita un momento en el cual intentará borrar el pasado, que amenaza esta libertad, esta nueva vida que elige: la indiferencia con todo. Fragmentos de la música la persiguen hasta que decide finalizar la composición. Un final que para Zizek (2001) se presenta como una reconciliación de la protagonista con Olivier, con el mundo y con todas las personas significativas de la pareja, incluyendo la amante de su marido.


Esta obra inacabada se transforma en uno de los símbolos clave de todo el film, precisamente en el signo de toda presencia y ausencia.


Julie ha sido habitada por la muerte y un duelo imposible de elaborar ,ha suspendido todo sentido del tiempo y espacio con que pulsa la vida. Se ha aislado del mundo exterior, en un repliegue y recogimiento de sí, en un acto de introversión que la mantiene indiferente al mismo tiempo que le permite hacer de su cuerpo, un cuerpo anestesiado. Es por medio de este cuerpo barrera que logra librarse del dolor al quitar la atención de la gente y las cosas de su alrededor.


Kieslowski en una entrevista comenta a propósito de la filmación de los objetos mínimos y cotidianos con que se relaciona Julie, que en estas escenas han querido mostrar que la protagonista se interesa en las pequeñas cosas, como en el terrón de azúcar que se disuelve en la taza de café, no obstante se desinteresa de todo el resto. Se encierra en sí misma, no presta atención a la gente ni a las cosas a su alrededor ni al hombre que la quiere, pero al mismo tiempo, se vuelve susceptible a pequeños "encuentros contingentes", por fuera de los rituales simbólicos.

Su encuentro traumático con lo real anula los lazos simbólicos y la expone a una libertad radical. En tal estado, uno se vuelve mucho más susceptible a pequeños “encuentros contingentes”, que son pasados por alto cuando nos hallamos inmersos en los rituales simbólicos. Así, por más paradójico que parezca, lejos de aislarnos de la realidad, tal sustracción de la red simbólica social hace que nos abramos a la realidad, a sus impactos. Sólo aquellos que están de verdad solos son sensitivos por completo a las mínimas señales del entorno; aquellos que están inmersos en la red simbólica no están solos, viven en su propio mundo, sin que les falte nada, salvo contacto con la realidad de su entorno, como sucede con la madre de Julie en Azul. Ella no es libre, sino, como suele decirse, prisionera de sus recuerdos. La madre, por tanto, carece por completo de libertad, es lo opuesto de Julie y su “libertad abstracta”, una vida de puro presente, expuesta a las contingencias diarias insignificantes (Zizek, 2001, p.115).

Hay algo de esta libertad radical al decir de Zizek, que concierne al encuentro con el objeto y que permite cobijar algo de la experiencia amorosa que permitirá a la protagonista transitar su dolor. En el caso de Julie, hay un movimiento paradójico en ese mundo que pierde sentido y que retorna en el encuentro y el impacto con la realidad y su cotidianidad. Esa enumeración de escenas en la película, desde hacer correr los nudillos de las manos en un muro de piedra hasta sangrar, el terrón de azúcar, el azul de un colgante, un papel, el agua en la piscina, pueden ser leídas como marcas de dolor, pero al mismo tiempo marcas de afirmación de sí en aquello que nos trasciende aún cuando no estemos, como una prolongación de nuestra condición efímera que se juega en nuestra propia ignorancia.


Recuerdo un poema de Borges que ilustra la relación del poeta con los objetos y el destino inevitable de la letra que es la muerte.

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,


un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde


una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

láminas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,


ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.


Pareciera ser que frente al destino irrevocable y despojados de la red simbólica nos vemos rodeados entre el azar y el cálculo lógico que subyacen al sentido efímero que tiene la vida. Con la muerte se va el hombre, sus circunstancias y sus recuerdos y solo queda la perentoriedad de los objetos que lo trascienden.


En el poema de Borges, las adjetivaciones ligadas al tiempo y su decadencia y al ocultamiento conlleva a la cosificación de lo humano, a la impronta que tiene nuestra vida como objeto y designios de otro, como tácitos esclavos. Enfrentados a las cosas, nos vemos enfrentados a la vida que no cesa de concluir, a la pieza inacabada de quienes dotaron de marca a esos objetos. Las cosas duran más que nosotros y permanecen indiferentes a nuestra ausencia.


Es esta experiencia la que se entrecruza con lo inacabado de la obra que dejó el esposo de Julie al morir. Y cómo se vuelve esta libertad individual contradictoria con el amor ¿o se repliega o hace algo que va en contra de su propia libertad? La protagonista se ve interpelada a concluirla, a pesar de no tener ningún sentido que la impulse para hacerlo.


Si bien, Bleu es el color con que se representa la libertad en el ideario revolucionario francés, esta libertad en Kieslowski está sostenida por un conflicto estructural entre la libertad individual y el amor que nos hace posible pensarnos con otros, porque esta aspiración sólo es posible en su ausencia. El ser humano pierde su propia libertad, amando.


A través del movimiento amoroso, el ser humano puede sujetarse a la cultura, y depender de un otro, puede volver a tender un lazo social, fuertemente debilitado por el trabajo del duelo.


La no finalización de la composición musical, es motivo suficiente para ese desplazamiento contradictorio sobre la idea de Libertad, que en la película es reflejado en el dilema de Julie. Julie oscila entre el dolor, la muerte y la indiferencia, y la posibilidad de generar nuevos compases abiertos a la esperanza, la vida y la responsabilidad de terminar lo iniciado, de trascender.


Porque Bleu nos muestra ese tránsito desde la falta desgarradora y la pérdida de sí mismo, a la configuración de un sentido a la existencia: erotizarla a partir del amor.


¿Cómo finalizar una obra de carácter esperanzador, renovador y vital cuando uno está indiferente al mundo? Queda así desvirtuada la idea de libertad individual como algo íntimo y personal. Porque el amor es el anhelo de salir de uno mismo, el poder que la poesía y la música ejercen al presentificar lo sagrado. Son los instrumentos, los címbalos sonoros los que permiten decir lo inefable del pensamiento, poder nominar aquellas cosas que no tienen aún nominaciones, precisamente porque actúan en el nombre del amor.


Lo magistral de este film de Kieslowski en la potencia de sus imágenes, sus colores, su capacidad de evocación, es imposible de concebirse sin el sonido que le proporciona el músico Preisner.


La expresividad sensitiva, de sensaciones fugitivas, de impresiones que erizan la piel, que “ponen la piel de gallina” son parte de la riqueza del mundo sonoro. La música siempre se encarna, siempre penetra en los pliegues del cuerpo. “Nuestros sentidos son otras tantas teclas que la naturaleza que nos rodea golpea y que a menudo suenan por sí mismas” decía Diderot.


Uno de los momentos más recordados de la banda sonora de Bleu es, sin duda, la secuencia final, que une a todos los protagonistas a partir de la composición final de Julie, la más impresionante.


Con la frase de Los Corintios “Si yo hablase todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como metal que resuena o címbalo que retiñe” culmina este gran himno a la esperanza.


Referencias


Žižek, Slavoj. “Azul,de Krzysztof Kieslowski, o la reconstitución de la fantasía”, en Gerhart Schröder y Helga Breuninger (compiladores).Teoría de la cultura. Un mapa de la cuestión, (Tr. Román Setton), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2001, pp. 115-130.

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